SOBRE LA «GLORIFICACIÓN DEL TRABAJO»*. René Guénon
René Guénon
En nuestra época es muy corriente exaltar el trabajo,
no importa el que sea y de la forma en que se realice, como si tuviera un valor
eminente por sí mismo e independientemente de cualquier consideración de otro
orden; es éste el tema de innumerables declamaciones tan vacías como pomposas,
y que no solamente se dan en el mundo profano, sino también, lo que es más
grave, en las organizaciones iniciáticas que subsisten en
Occidente (1)1. Como es fácil
comprender, esta forma de considerar las cosas se relaciona directamente con la
necesidad exagerada de acción que es característica de los Occidentales
modernos; en efecto, el trabajo, al menos cuando así se lo considera, no es
evidentemente otra cosa que una forma de la acción, y una forma a la cual, por
otro lado, el prejuicio «moralista» se empeña en atribuir una importancia aún
mayor que a cualquier otra cosa, porque, en definitiva es la que mejor se
presta a ser ofrecida como constituyendo un «deber» para el hombre,
contribuyendo a asegurar su «dignidad» (2). A esto se añade con frecuencia una
intención netamente antitradicional, como es la de despreciar la contemplación,
que con desdén es asimilada a la «ociosidad», cuando es precisamente todo lo
contrario, pues en realidad se trata de la más alta actividad concebible, y por
otro lado, la acción separada de la contemplación no puede ser más que ciega y desordenada (3).
Todo esto se explica fácilmente por parte de hombres que declaran, y sin duda
sinceramente, que «su felicidad consiste en la acción misma» (4), diríamos más bien en la agitación, pues
cuando la acción es tomada como un fin en sí misma, y cualesquiera que fuesen
los pretextos «moralistas» que se invoquen para justificarla, ella no es
verdaderamente sino eso.
Contrariamente a lo que piensan los modernos, cualquier
trabajo, realizado indistintamente por no importa quién, y únicamente por el
placer de hacer o por necesidad de «ganarse la vida», no merece bajo ningún
concepto ser exaltado, y no puede considerarse sino como algo anormal, opuesto
al orden que debería regir las instituciones humanas, hasta tal punto que, en
las condiciones de nuestra época, muy a menudo llega a tomar un carácter que
sin ninguna exageración podría calificarse de «infra-humano». Lo que nuestros
contemporáneos parecen ignorar por completo, es que un trabajo no es realmente
válido más que cuando se conforma a la naturaleza misma del ser que lo ejecuta,
y si se produce de una manera espontánea y necesaria, si bien dicho trabajo es
para esta naturaleza tan sólo el medio de realizarse lo más perfectamente
posible. Esta es, en suma, la noción misma del swadharma, que es el
verdadero fundamento de la institución de las castas, sobre la que hemos
insistido ya lo suficiente en otras ocasiones, por lo que únicamente la
recordaremos aquí de pasada.
Acerca de esto podría pensarse lo que decía
Aristóteles del cumplimiento por cada ser de su «acto propio», entendiendo por
ello a la vez el ejercicio de una actividad conforme a su naturaleza y, como
consecuencia directa de ésto, el paso de la «potencia» al «acto» de las
posibilidades que están comprendidas en dicha naturaleza. En otros términos,
para que un trabajo, cualquiera que fuese, sea lo que debe ser, es necesario
ante todo que corresponda en el hombre a una «vocación», en
el verdadero sentido de la palabra (5);
y, cuando es así, el provecho material que pudiera percibirse no aparece, de
hecho, sino como un fin totalmente secundario y contingente, por no decir sin
importancia, frente a otro fin superior, que es como el desarrollo y el
cumplimiento «en acto» de la naturaleza misma del ser humano.
Va de suyo, que lo que decimos constituye una de las bases
esenciales de cualquier iniciación de oficio, y la «vocación» correspondiente
es una de las cualificaciones requeridas para tal
iniciación, y diríamos que la primera y la más indispensable de todas (6). Sin embargo, hay todavía
otra cuestión sobre la que conviene insistir, especialmente desde el punto de
vista iniciático, porque es la que da al trabajo, considerado según la noción
tradicional, su significación más profunda y elevada, sobrepasando la
consideración de la naturaleza humana para religarla al orden cósmico mismo, y,
a través de él, directamente a los principios universales. Para comprender todo
esto, hay que partir de la definición del arte como «la
imitación de la naturaleza en su modo de operar (7),
es decir, de la naturaleza como causa (Natura naturans), y no como
efecto (Natura naturata); desde el punto de vista tradicional, en
efecto, no se hace ninguna distinción entre arte y oficio, así como entre
artista y artesano, punto éste sobre el que nos hemos explicado ya con bastante
frecuencia; todo lo que es producido «conforme al orden»
merece por ello considerarse, y con toda justicia, como una obra de arte (8).
Todas las tradiciones insisten en la
analogía existente entre los artesanos humanos y el Artesano divino, tanto unos
como otro operando «por un verbo concebido en el intelecto», señalando así con
bastante nitidez el papel de la contemplación como condición previa y necesaria
para la producción de cualquier obra de arte; y ésta es aún una diferencia
esencial con respecto a la concepción profana del trabajo, que lo reduce a no
ser más que acción pura y simple, como lo hemos indicado más arriba, con la
intención de oponerlo a la contemplación. Según la expresión de los Libros
hindúes, «debemos construir como los Dêvas lo hicieron en el principio»;
ésto, que naturalmente se extiende a todos los oficios dignos de ese nombre,
implica que el trabajo conserva un carácter propiamente ritual, como por otra
parte todas las cosas deben tenerlo en una civilización íntegramente
tradicional; y no sólo es este carácter ritual el que asegura esa «conformidad
al orden» de que hemos hablado, sino que incluso puede
decirse que en verdad él es uno con esta conformidad misma (9).
Así, desde que el artesano humano imita en su dominio
particular la operación del Artesano divino, participa en la obra misma de éste
en una medida correspondiente, y de una manera tanto más efectiva cuanto que es
más consciente de esta operación; y cuanto más realice por su trabajo las
virtualidades de su propia naturaleza, más aumentará su semejanza con el
Artesano divino, y más sus obras se integrarán perfectamente en la armonía del
Cosmos. Se ve cuan lejos estamos de las banalidades que nuestros contemporáneos
acostumbran a enunciar, creyendo elogiar así el trabajo; éste, cuando se
considera tradicionalmente, pero sólo en este caso, está en realidad muy por
encima de lo que ellos son capaces de concebir. Por tanto, podemos concluir
estas indicaciones, que se podrían desarrollar casi indefinidamente, diciendo
lo siguiente: la «glorificación del trabajo» responde a una verdad, y a una
verdad de orden profundo; pero la forma en que los modernos lo entienden de
ordinario no es más que una deformación caricaturesca de la noción tradicional,
llegando incluso a invertirla. En efecto, no se «glorifica» el trabajo con
vanos discursos, lo que no tendría ningun sentido; sino que el trabajo mismo es
«glorificado», es decir «transformado», cuando, en lugar de no ser más que una
simple actividad profana, constituye, al contrario, una colaboración consciente
y efectiva en la realización del plan del «Gran Arquitecto del Universo».
Traducción: Fco. Ariza
Traducción: Fco. Ariza
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Notas:
* Cap. X de Initiation et
Réalisation Spirituelle.
(1) Se sabe que la «glorificación del trabajo» es, sobre todo en la Masonería, el
tema de la última parte de la iniciación al grado de Compañero.
Desafortunadamente, en nuestros días, ésta es comprendida de una forma
totalmente profana, en lugar de serlo en el sentido legítimo y realmente
tradicional, como el que nos proponemos indicar a continuación.
(2) En este sentido, diremos que entre la concepción moderna del trabajo y su
concepción tradicional, hay toda la diferencia que existe entre el punto de
vista moral y el punto de vista ritual.
(3) Recordaremos aquí una de las aplicaciones del apólogo del ciego y del
paralítico, donde se representa respectivamente la vida activa y la vida
contemplativa (cf. Autorité spirituelle et pouvoir temporel ,
cap, V).
(4) Encontramos esta frase en un comentario del ritual masónico que, sin embargo,
no es ciertamente de los peores, queremos decir uno de los más afectados por
las infiltraciones del espíritu profano.
(5) Sobre este punto, y también sobre las consideraciones que seguirán, enviamos,
para más amplios desarrollos, a los numerosos estudios que A. K. Coomaraswamy
ha consagrado más especialmente a estas cuestiones.
(6) Ciertos oficios modernos, y sobre todo los oficios puramente mecánicos, para
los que no se necesita realmente «vocación» alguna y que por consiguiente
tienen en sí mismos un carácter anormal, no pueden dar lugar a ninguna
iniciación.
(7) Y no en sus producciones, como se lo imaginan los partidarios del arte llamado
«realista», y que sería más exacto denominar «naturalista».
(8) Merece la pena recordar que esta noción tradicional del arte no tiene
absolutamente nada en común con las teorías «estéticas» de los modernos.
El Taller: franciscoariza5@gmail.com
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